miércoles, octubre 18, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (32): El comunismo que creía en el nacionalsocialismo

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado

 

Alemania nombró embajador en Moscú al conde Ulrich Graf von Brockdorff-Rantzau, sustituido en 1929 por Eduard Willy Kurt Herbert von Dirksen. Ambos estaban cortados por el mismo patrón, lo cual quiere decir que eran secretos partidarios de colaborar con los soviéticos si eso les suponía poder realizar entrenamientos militares en la URSS que escapasen de la auditoría de la posguerra mundial. El gran problema para Stalin respecto de Alemania era, paradójicamente, su izquierda. No sólo el secretario general, sino todo el PCUS consideraba que el SPD, con sus posturas abiertamente prooccidentales, era un gran obstáculo para cualquier desarrollo de la estrategia comunista en Alemania. Lo mismo pensaba Stalin de todos aquellos dirigentes comunistas que, como Heinrich Brandler, aceptaban la idea de una confluencia con el SPD.

El resultado de todo esto es que ya en los años veinte la URSS tenía en gran valor el acuerdo y la negociación con Alemania; y que, de hecho, uno de los malos escenarios que temía Stalin era que dicho país acabase siendo atraído por las potencias occidentales. De hecho, en 1931, cuando ambos países abrieron conversaciones para renovar sus acuerdos de Rapallo, los soviéticos quisieron ir mucho más allá; fueron los alemanes los que respondieron mostrándose apenas dispuestos a una renovación sin más. Meses antes, las relaciones habían alcanzado un alto nivel de tensión durante la cancillería de Herman Müller, el primer canciller socialdemócrata desde 1923. Es en este entorno en el que hay que contemplar la inclusión de varios ingenieros alemanes entre los imputados del caso Shakhty, que ya hemos visto. Asimismo, durante la colectivización varios miles de menonitas de origen alemán, que vivían en Rusia, fueron literalmente expulsados de sus casas y sus pueblos (emigraron al Canadá), lo que hundió la popularidad de la URSS en la sociedad alemana.

En agosto de 1931, la URSS firmó un pacto de no agresión con Francia y, finalmente, en enero de 1932 firmó un acuerdo parecido con Polonia. Sin embargo, tal y como Stalin había prometido, el Narkomindel, es decir el Foreign Office soviético, rechazó, todas las veces que se le requirió, la firma de una cláusula garantizando las fronteras polacas. Sin embargo, los términos un tanto etéreos en los que se describieron en el pacto los supuestos de agresión que activarían el pacto hicieron pensar a muchos alemanes que Moscú estaba garantizando, de una forma indirecta, las fronteras polacas que ellos querían cambiar. Todo esto, sin embargo, no era sino una estrategia de Moscú para presionar a Berlín, pues Stalin estaba convencido de que el régimen de Weimar estaba dando sus últimas boqueadas.

La República de Weimar, efectivamente, estaba cayendo. Pero todavía en 1932, los socialdemócratas y los comunistas sumaban el 40% del Reichstag. Ambas formaciones, sin embargo, eran muy poco proclives a colaborar, a pesar de que había voces que analizaban la realidad posible con bastante presciencia. Así, Leon Trotsky, desde la isla de Prinkipo, instó al KPD comunista alemán a confluir con el SPD pues de lo contrario, dijo, llegaría un gobierno nacionalsocialista que acabaría con la clase obrera alemana y atacaría a la URSS.

Tal vez porque esto era lo que Trotsky pensaba, tal vez porque su análisis verdaderamente fuese diferente, Stalin era de otra opinión. Ya lo he dicho: odiaba al SPD, no soportaba lo que llamaba “social-fascismo” y, consecuentemente, bloqueó cualquier posibilidad de cooperación entre el KPD y el SPD. La Komintern, de hecho, teledirigió aquel año de 1930 la elaboración de un nuevo programa del KPD, bajo la dirección de Heinz Neumann, que se oponía al tratado de Versalles y al Plan Young y consideraba que el SPD era el gran apoyo de Versalles en Alemania. En junio de 1931, cuando el NSDAP y otros partidos de derecha impulsaron un referendo contra el gobierno del SPD en Prusia, los comunistas apoyaron la iniciativa. Ernst Thälmann se negó a participar en este referendo y fue llamado a Moscú, junto con Hermann Remmele y Heinz Neumann, para recibir instrucciones directamente de Stalin.

El SPD, la verdad, tampoco tenía demasiadas ganas de colaborar con los comunistas alemanes. Los contemplaba, de forma yo creo que bastante acertada, como un aliado muy poco de fiar. Sin embargo, conforme se deterioró la situación en 1932 (pues igual que para la URSS, se trató de un año económico desastroso para Alemania), Friedich Stampfler, el líder socialdemócrata, comenzó a pensarse mejor las cosas. Los soviéticos habían enviado a Berlín a un ex menchevique, Lev Milhailovitch Khinchuk. Stampfler intentó mil y una veces que los soviéticos aclarasen que estaban dispuestos a colaborar contra el nazismo. Sin embargo, los soviéticos habían llegado a la conclusión de que el futuro de Alemania pasaba por Hitler, y no estaban dispuestos a gastarse en una oposición cerril contra él; así terminaron por hacérselo saber al SPD.

Es un hecho, pues, que Stalin bloqueó personalmente la posibilidad de crear un frente de izquierdas que hubiera parado a Hitler. Sin embargo, esta afirmación debe tomarse con cautela, porque no quiere decir, cuando menos en mi opinión, que por ello cometiese una torpeza. El secretario general del PCUS tenía muchas razones para tomar la decisión que tomó. Para empezar, sabía que si los comunistas tomaban el poder, solos o en compañía, les resultaría punto menos que imposible conservarlo y, desde luego, la URSS no podría ayudarles en eso salvo exponiéndose a serios problemas exteriores. Por otro lado, está la inevitabilidad del nazismo, que probablemente era ya algo casi indiscutible en aquel momento procesal. En tercer y último lugar, implicándose en una estrategia de gobierno de izquierdas en Alemania, Stalin arriesgaba la posibilidad de la apertura de un frente antisoviético internacional, que era lo último que quería ahora que su pretensión era entrar en la Liga de Naciones. Los nacionalsocialistas, por otra parte, no eran prooccidentales; eso, aunque fuesen anticomunistas, les otorgaba un valor. Por otro lado, Stalin estaba convencido, y los hechos demuestran que no iba descaminado, de que la llegada de los nazis al poder en Alemania provocaría, tarde o temprano, una guerra entre potencias occidentales, lo cual le permitiría, como le dijo a Neumann, “construir mi socialismo en paz”. Stalin siempre pensó, hasta que la Wehrmacht estuvo cruzando su frontera (literalmente hasta ese momento), que siempre podría parar a los alemanes por medio de la diplomacia.

Luego llegó el incendio del Reichstag. Fue, evidentemente, un problema para las relaciones entre ambos países, a causa de los muchos militares comunistas que fueron detenidos y maltratados. Además, en las primeras horas tras los hechos, en las manifestaciones “espontáneas” ocurridas en Berlín diversas multitudes ocuparon y destrozaron locales soviéticos. Sin embargo, las autoridades alemanas se apresuraron a dejarle claro a Moscú que su anticomunismo interior no comprometía su política exterior.

Evidentemente, ya que es la posición más intuitiva para un comunista, en la URSS hubo diversas opiniones que presionaron para una ruptura con los nazis. Dos militares: Milhail Nikolayevitch Tukhachevsky y Yan Borisovitch Gamarnik, presionaron a Stalin para una total ruptura en las relaciones entre los ejércitos rojo y alemán; pero el secretario general los hizo callar. Lejos de ello, Stalin quería mejorar las relaciones con una Alemania nacionalsocialista. Poco a poco, se iría dando cuenta de que en Maxim Litvinov no tenía el mejor peón para eso. Litvinov estaba casado con una mujer inglesa y, sobre todo, era judío; no era el tipo de persona al cual los nazis caían simpáticos. Litvinov era el gran impulsor del acuerdo de no agresión con Francia, que fue seguido por otros tantos con Polonia, Finlandia, Letonia y Estonia.

Parecía, pues, que la URSS quería llevarse bien con los polémicos vecinos del solar alemán. Pero en realidad era justo al revés. El 23 de marzo de 1933, oliendo el ambiente, Adolf Hitler declaró a Alemania dispuesta a estrechar lazos con la URSS; repitió la teoría de que la lucha contra el comunismo era una cosa interna; que no podía afectar a los intereses exteriores comunes. A principios de mayo, el gobierno alemán decidió tener un gesto simbólico cara a Moscú, y ratificó el protocolo que extendía el tratado de Berlín de 1926; un papel que había estado años durmiendo el sueño de los justos, pues ni el gobierno Brüning ni el gobierno Von Papen quisieron firmarlo. En esos días, Hitler recibió a Khinchuk y le vino a decir que los que tienen los mismos problemas y los mismos enemigos deben llevarse bien. En esos tiempos, el principal asesor de Stalin en materias alemanas era Radek; y Radek, lo sabemos por los artículos que firmó por entonces, estaba convencido de que los alemanes estaban complotando con los ingleses contra la URSS, puesto que su objetivo final era llegar a un acuerdo estable con Londres. Stalin, sin embargo, rebajaba ese suflé. Consideraba, y no erraba, que ni Hitler ni nadie en Europa estaba en condiciones de comenzar una guerra en 1933; y que, en todo caso, ésta no podría comenzar en el este y no en el oeste, sino más bien al revés. Por eso, estaba convencido de que la URSS tenía frente a Hitler una valiosísima trump card: la garantía de que no se volvería a producir la circunstancia de la Gran Guerra, es decir, una guerra con dos frentes para Alemania.

Hay que tener en cuenta, además, otro factor del que hoy no se habla nada, porque el conocimiento del nacionalsocialismo es básicamente superficial: la admiración por parte de los comunistas soviéticos hacia ciertas tendencias del nacionalsocialismo. Es lo que se llamaban los Rechtsbolschewisten o bolcheviques de derechas, que veían a Stalin más como un nacionalista que como un comunista y lo admiraban como hombre de poder y oponente del internacionalismo trotskista. Incluso Weltkampf, el periódico de Alfred Rosemberg, publicó en 1929 textos ponderando el antiseminismo de Stalin (que, por otra parte, está fuera de toda duda).

Para contestar o celebrar el gesto alemán de extender el tratado de Berlín, Stalin hizo publicar un editorial en Izvestia el 5 de mayo de 1933, que proclamaba el deseo soviético en favor de unas buenas relaciones con Alemania. Por aquel entonces, además, Stalin decidió comenzar a activar contactos con Berlín a través de terminales especiales, probablemente para orillar a Litvinov, que cada vez le era más incómodo. Echó mano de un viejo colega: Abel Safronovitch Yenukidze, oficialmente secretario del Comité Ejecutivo Central de los Soviets, como entonces era llamado el Parlamento. En el verano de 1933, Yenukidze se fue de vacaciones a Alemania. A su vuelta, en agosto, organizó una kermesse en su casa para el embajador Dirksen y para el ministro consejero de la embajada, Fritz van Twardowski. Por parte soviética, estuvieron también Nikolai Nikolayevitch Krestinsky y Lev Milhailovitch Karakhan, ambos comisarios adjuntos de Asuntos Exteriores y con experiencia en Alemania. Yenukidze, que dejó en Dirksen la impresión de ser abiertamente proalemán, dedicó buena parte del encuentro a defender la idea de que la revolución nacionalsocialista en Alemania era una gran oportunidad para las relaciones germanosoviéticas. Se explayó en contra de los que ponían las razones del Partido por encima de las razones del Estado, y trató de convencer a sus amigos alemanes de que un acuerdo entre ambas partes era posible. Los alemanes contestaron sugiriendo una entrevista entre algún dirigente soviético de peso y el propio Hitler. Krestinsky tenía pendiente irse a tomar unos baños a Alemania, así que se acordó que, a la vuelta de sus sesiones, parase en Berlín para ver al Führer. Hitler tuvo que ser convencido de dar su aquiescencia, pero la dio. Quien no la dio, sin embargo, fue Stalin, y finalmente Krestinsky fue de Kissingen a Viena directamente sin pasar por Berlín (la ruta más lógica, por otra parte). Todos los indicios son de que Litvinov le comió la oreja.

Aun así, Stalin no cejó en los intentos de buscar un contacto especial y, según muchos indicios, se apoyó en Radek. Si es que Radek fue, efectivamente, esa persona a la que Twardowski llama en sus comunicaciones “nuestro amigo soviético”, él fue quien le abrió las puertas de la política exterior soviética a Viacheslav Molotov. Stalin necesitaba organizar algo en reparación por la fallida entrevista Hitler-Krestinsky; y ese algo, probablemente, muñido por Radek, fue una entrevista en Moscú entre el embajador Dirksen y alguien de cuyas fidelidad y confianza estalinistas no cupiese dudar. Ese alguien habría de ser Molotov. La entrevista tendría lugar ya con Dirksen en otro destino (sustituido por Rudolf Nadolny, lo cual era en sí toda una declaración de proclividad prosoviética por parte de los alemanes) y con Litvinov a punto de marcharse a Washington.

El 24 de octubre, Twardowski le escribe a Dirksen (que estaba en Alemania) que el amigo soviético le había dicho el día anterior que los temas estaban mejor que nunca entre Moscú y Berlín y que, por lo tanto, la entrevista del exembajador debería servir para mejorar todavía más el ambiente. Radek sugería que, tras la entrevista, Narodny firmase un protocolo con los soviéticos que “enterrase el hacha de guerra para siempre”. Molotov, que tenía que viajar a Turquía, se las arregló para no ir, y ofreció su mediación. El 28 de octubre, Litvinov partió hacia Washington; el 29, Dirksen estaba en Moscú para su entrevista. Aunque no hay mucha información del encuentro Molotov-Dirksen, todos los indicios son de que echaron un polvo épico.

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